III

 

 

I

 

–Me estoy perfeccionando notablemente en el arte de los poemas histéricos –le dije a Marta que se había presentado lacia y tonta en mi departamento–. La influencia de tu notable hermano empieza a arrastrarme a excesos ponderables. He pasado de César Vallejo a Jorge Nuri con velocidad de cometa.

–Vallejo era una bestia –dijo elogiosamente Marta–. Nada más brutal que sus poemas. Pero Jorge es todavía mejor. Bueno, leémelos, y yo los voy escribiendo en taquigrafía, así conserve algo tuyo.

Acto seguido le obsequié los trozos que se consignan a continuación:

 

SOMETHING ROTTEN IN MY LEFT SHOE

 

Hace ya tiempo que algo horrible me ocurre con el pie izquierdo. Cuando está descalzo parece contento y a veces se acalambra hasta que los dedos se separan y se ve la alfombra por entre ellos, cosa muy rara. Ahora bien, cuando ando por la calle y menos los espero, de pronto es un agitarse dentro del zapato, siento que tirones inexplicables me envuelven el tobillo y suben por la pierna, oigo casi crujir los dedos y montarse unos en otros; vuelvo desesperado a casa (un día me descalcé en un mingitorio de confitería) y cuando me arranco el zapato y la media, tengo los dedos llenos de sangre, las uñas arrancadas, la media hecha pedazos, y en lo hondo del zapato hay como un olor de batalla, de sudor, de hombres cuerpo a cuerpo, que se buscan la muerte por el cuello.

 

PROBABLEMENTE FALSO

 

Se caía siempre de las sillas y pronto advirtieron que era inútil buscarle sofás profundos o sillones con altos brazos. Iba a sentarse, y se caía. A veces para atrás, casi siempre de lado. Pero se levantaba sonriendo porque era bondadosa y comprendía que las sillas no estaban allí para ella. Se acostumbró a vivir de pie; hacía el amor parada, comía parada, dormía parada por miedo a caerse de la cama, que es una silla para todo el cuerpo. El día que murió tuvieron que introducirla furtivamente en el ataúd, y clavarlo de inmediato. Durante el velatorio se veía de tiempo en tiempo cómo el ataúd se inclinaba a los lados, y todos alababan el excelente criterio de los padres al clavarlo en seguida. Después que la enterraron los padres fueron a las mueblerías y compraron muchas sillas, porque mientras ella estuvo en la casa no era posible tener sillas ya que cada vez que ella quería sentarse se caía.

 

EXHUMACIÓN

 

Sentía ganas de sonarme, y busqué mi hermoso pañuelo blanco donde la nariz se alegra de hallar un pulmón blandísimo y tibio. Me soné con todas mis fuerzas –siempre he sentido gran placer en sonarme– y cuando hube terminado y tuve libres las fosas nasales, retiré el pañuelo y me puse a gemir, porque en lugar de ambarinos charcos diminutos había en el pañuelo un espeso y oscuro montón de pestañas.

 

 

–No los vas a comparar con los que me dicta Jorge –dijo resentidamente Marta–. Son tres buenos ejercicios, pero demasiado pensados. Sin contar la influencia de Michaux que se huele de lejos.

¿Vos creés que puedo progresar? –dije esperanzado.

–La compañía de Jorge te beneficia. ¿Todavía hacés sonetos?

–Sí, pero un poco como uno hace cálculos de vejiga. Me ha llevado diez años dominar esa forma y no es cosa de perder la mano. Vos sabés que un librito de sonetos siempre ayuda. Yo los voy juntando, juntando, y después los expulso de golpe como espermatozoides. En cambio lo que te acabo de leer es una especie de lujo, de alto juego. Más fácil y mucho más difícil a la vez. No todos los días se tiene una visión como la del pañuelo.

–Jorge tiene tantas que está empezando a perder el apetito. Hace una semana que no quiere dictarme nada, los grita por la ventana y la gente de los departamentos de enfrente lo amenazan con llamar a la policía. ¿De qué podrían acusarlo? –me preguntó con una de sus bruscas recaídas en la chiquillería.

–Ruidos molestos, creo –dije–. ¿Vos has venido nada más que para decirme eso?

–No –repuso Marta con falso desenfado–. Quiero pedirte que me ayudes a encontrar la casa con las dos ventanas. Tengo una idea vaga, puede estar en Caballito, en Devoto o en Villa Lugano. No te creas que en muchos más sitios.

–¿Ya desayunaste, Marta?

–No. ¿Podríamos comer huevos con jamón?

–Vamos.

Me puse una salida de baño sobre el piyama y nos constituimos en la cocina. Marta era muy hábil si se lo proponía, y desayunamos estupendamente sin hablar más del asunto por el momento. Me dijo que Moña le seguía gustando mucho, aunque n habían podido hablar gran cosa la noche del Vive como Puedas. Aludió a Jorge y Laura con un desdeñoso movimiento de hombros, e insinuó que Jorge estaba buscando la manera de colarse en la casa de los Dinar.

–No tiene más que avisarme y yo mismo lo llevaré –le dije para hacerla rabiar.

–Bueno, llevalo. Total, con alguna tiene que acostarse. ¿No estás celoso?

–No. Ya sabés que te quiero a vos solamente. Y ahora que venís sola a mi casa...

–La niñera está esperándome en la esquina con una carta de denuncia al juez de menores. Insecto, ¿verdad que me vas a ayudar?

Terminó de comer el jamón del diablo, y yo la escuché pacientemente. No es que me aburriera, pero la verdad es que cada cosa que decía rebotaba en ideas análogas que yo venía masticando desde la noche de la sesión. Harta de ver cómo lo insensato posee asideros más hondos que la verdad científica y cómo la reflexión termina aliándose con los impulsos primarios para entregarnos al capricho de la poesía pura, del gran salto a los que es más nuestro: el acto irracional. Marta hablaba dando forma a mis sentimientos, y sólo una reserva de mi independencia personal podía retenerme todavía del lado diurno del asunto.

Decidimos (con ayuda de la guía Peuser) explorar las zonas que Marta sentía como más probables. Le pregunté si creía en la rabdomancia sobre mapas, y por un rato probó ella de experimentar alguna reacción orientadora frente los distintos sectores de Buenos Aires. Mientras yo me vestía y dejaba un papel con instrucciones para mi mucama, trazamos un plan digno de mis tiempos de boy-scout. Descartamos Floresta, donde Marta había tenido un presentimiento vago, y decidimos ir de menor a mayor, empezando por Villa Lugano y Villa Celina para concentrarnos después en Caballito y Devoto.

Jurá por lo más sagrado –me dijo Marta– que Renato no va a saber nada de esto.

Jurá por lo más sagrado que tampoco Jorge sabrá nada.

–Juro.

 

El ómnibus 136 nos dejó en una zona algo vaga donde las calles Barros Pazos y Chilabert se mueren en la avenida General Paz. Ya el sol daba de lleno en el asfalto y yo esperé pacientemente que Marta siguiera o propusiera alguna pista coherente. Durante el viaje –casi una hora desde Primera Junta–, habíamos fijado algunos elementos tópicos: calle adoquinada, terraplén oponiéndose a la casa. Sentados en asientos opuestos del 136, tratamos de indagar lo mejor posible el aspecto de las calles que iba cortando el ómnibus. Hacia el final, cuando pasamos la estación de Villa Lugano, isla verde gentilísima después de tanto cubículo gris, Marta vino a mi asiento para decirme cabizbaja que no se reconocía en la zona.

–¿Pero vos conocés ya esto?

–Un día vinimos con Jorge. Hace cerca de ocho años, era bastante distinto, este ómnibus no estaba, yo...

–Bueno –dije pacientemente–. Un pálpito es un pálpito y hay que seguirlo.

Por Barros Pazos salimos a la avenida General Paz y examinamos la zona por donde los terraplenes podían darnos una pista. Es curioso que de aquella excursión sólo me acuerde de una charca lejana y de un caballo blanco bebiendo en ella. Era fácil advertir que la fisonomía de Villa Celina no favorecía el probable encuentro; pero Marta se puso a andar con obstinado silencio –en ese momento se parecía mucho a Jorge, cuando Jorge estaba concentrado–, y me obligó a seguirla, a dividirnos en ciertas esquinas para explorar determinadas áreas, y esto hasta mediodía en que renunciamos al barrio y entramos a comer longaniza con cerveza en un bar de la parada del ómnibus.

Comé bastante –dijo Marta–. La tarde se la dedicamos a Lugano.

Por sobre el sucio mantel de la mesa le pregunté cuál había sido su conducta desde la noche del Vive como Puedas.

–No volver –contestó en seguida–. Vos comprendés que una alusión semejante no la deja a una dormir en paz.

–Esa alusión es una idiotez –dije inseguro.

–Depende de cómo se piense en Eufemia. Ella estás con nosotros desde hace tiempo, Insecto. Vos te diste cuenta que no era broma.

–No, no era broma –dije con muy pocas ganas–. Pero lo que declaró Eufemia no tiene por qué ser entendido tan literalmente.

–Si no sabés sumar dos y dos... Los símbolos se venían preparando desde el comienzo. Vos viste lo que escribió Facundo.

–Marta, esas ideas las teníamos todos en la cabeza. Es muy fácil, cuando se proyecta la mente...

–No te disfracés de prospecto –me cortó rabiosamente–. Esa noche no habíamos hablado una palabra del asunto. Estaban Moña y la otra que no sabían de qué se trataba. Ya ves que entramos en frío en la sesión. Y sin embargo...

–¿Pero por qué vos, precisamente vos...?

(Yo tenía mi explicación y me la guardaba para cuando fuese necesaria).

–También me lo pregunto –repuso lealmente Marta–. No habría el menor motivo, ya sabés que Renato y nosotros... Pero no se trata el él ni de mí: ahora es Eufemia –terminó ligeramente, pero con algo de entrega en la voz.

–¿Te parece que Eufemia hará algo más que predecir una cosa? –pregunté–. Eso sería conferirle una actividad, una fuerza sobre vos que me resulta inconcebible.

Marta me miró con la cara de Jorge en los trances.

–Todo el que profetiza está ya actuando sobre la cosa –dijo.

 

Fue bastante lindo andas por Villa Lugano. Una vez, pasando la esquina de Muriguiondo y Somellera, creímos encontrar la casa. El entero paisaje se cerraba delante nuestro con analogías crecientes. La última cuadra la hicimos corriendo, uno en cada vereda, cambiando frases a gritos con no poca sorpresa de la gente. Me gané algunos gritos de una patota esquinera: “¡Mirá el pituco, le está jugando a la escondida!”. Después, bruscamente, el cambio. Fuimos desde De la Riestra a Aquino, mirando a ambos lados de Murguiondo, nos separamos para explorar las manzanas paralelas y nos reunimos en un paso a nivel, desanimados.

–Esto es idiota –dije, iniciando las frases de la fatiga. Peor Marta se limitaba a mirar el suelo y golpearse los zapatos con mi pañuelo. Analizando despacio la ilusión, resultó que el perfil y el color de una vieja casa influían fuertemente sobre los restantes elementos, que no se asemejaban en absoluto a la calle del cuadro. Nos refrescamos con Bliz en un almacén y reanudamos la marcha bajo un sol espantoso. Los muchos árboles de Lugano nos protegieron un rato hasta que un consejo de guerra en otro almacén, plano en mano, mostró la inutilidad de seguir por ese camino.

 

 

 

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