III

 

Al terminar la exploración de Caballito, pedí a Marta dos días de descanso que me otorgó gruñendo.

–Jorge quiere que le copie a máquina los poemas de Movimientos –dijo–. Mañana a la tarde los tendré listos, de modo que vení a buscarme a la hora del té y nos vamos en seguida a Devoto.

Dormí diez horas seguidas, más por principio de conservación de la energía que por necesidad, trabajé un rato en mi ensayo sobre Mantegazza, y telefoneé a Susana para saber cómo andaba el Vive como Puedas.

–Extrañándolo –me dijo burgesamente Susana–. Se han perdido, ustedes.

Me molestó que me asociara en bloque con los Vigil y se lo dije.

–¿De veras, ? –dije, ya idiotizado–. Pero es que tengo tanto qué hacer. ¿cómo está Renato?

–Hace dos días que no duerme aquí –dijo Susana, un poco a desgano.

–¿Dos días? Bueno, eso será frecuente en él.

–No es frecuente. Yo quisiera hablar con usted, Insecto.

 

Tomamos mate amargo en la cocinita. Del dormitorio nos llegaba la respiración desigual de Renato; noté que la puerta del Vive como Puedas estaba cerrada y que Thibaud-Piazzini dormía en la cocina, lo que era raro.

Lacia y enflaquecida, casi fea, me cebaba mate con religiosidad de vieja sirvienta, y por un rato no hablamos más que de yerbas; ella estaba con la Cruz del Sur y yo prefería la Flor de Lis. Le conté historias de mate aprendidas en Cuyo y en el Chaco, nos acordamos de la broma de la bombilla ardiendo de El inglés de los huesos, hablamos con inmenso cariño de Benito Lynch, oímos dar las cinco y media. Renato dormía.

–Empezó a pintar aquella misma noche –dijo Susana–. Pintó toda la noche después de mandarme a la cama y echar a Thibaud-Piazzini. A las ocho se tiró a dormir, y yo vi el cuadro. La figura menos, la que va a entrar en la casa, está concluida y es Renato.

Hice ruido con la bombilla y me sobresalté tontamente.

–De manera que Renato se adjudica la muerte –dije–. Es él quien va a entrar en la casa.

–Cuando se levantó por la tarde, él sabía que yo había visto el cuadro pero no me dijo nada. Estaba raro, no me preguntó por ustedes, como hace siempre que ha salido o duerme la siesta. Ahora que pienso, no me ha preguntado por los Vigil en todos estos días. Y ellos no lo han llamado.

–¿Volvió a pintar?

–No. Duerme de día o lee un libraco de Torres-García. De noche se va sin decirme nada. No está enojado conmigo, al contrario, pero se ve que no quiere conversar. Ya una vez le pasó, cuando los Vigil hablaban de irse a Sudáfrica en un carguero. Y ni siquiera mira a Thibaud-Piazzini, lo que es todo un síntoma en él.

Me cebó un mate riquísimo y nos comimos un polvorón entre los dos.

–Lo curioso de todo esto –dijo – es que en el fondo Renato no cree una sola palabra. Son los símbolos lo que le preocupan, no vaya a suponer que es un fatalista o que se cree gobernado por fuerzas sobrenaturales.

–¿Cómo no se da cuanta entonces de que la influencia de Marta en este asunto es una influencia...? –Me corté, incapaz de encontrar el término. Iba a decir: “vicaria”, lo que era parcialmente cierto, pero mis sospechas iban todavía más debajo que eso–. Jurídicamente hablando, Marta no es culpable de nada –concluí, insatisfecho. (Me parecía verla, llegando a las esquinas, consultando el mapa ansiosa, ansiosa).

–No, no es culpable –concedió –. Los Vigil no son nunca culpables, Insecto. Eso es lo que los hace tan terribles, tan insobornables.

Yo me puse a acariciarla despacito, sin ánimo para más.

–Aquí estoy yo, –dije, y a ella se le llenaron los ojos de lágrimas como cuando yo le hacía escuchar Chopin.

 

Mi segundo día de descanso transcurrió en ocupaciones vagas; a veces mi hermano mayor me telefonea para que vaya a verlo a su estudio, y cuando estoy ahí me lee sus últimos estudios sobre la reforma del Código de Minería. Como estoy endeudado con él, lo escucho atentamente y hasta soy coautor de cinco artículos del proyecto. Mi hermano es de los que creen que un poeta debe estar signado por la desgracia, y sobre todo que eso debe vérsele, de modo que cuando me le aparezco rosado y sonriente me contempla con alguna sospecha y no tiene aún opinión formada sobre mi obra. Estoy seguro de que me bastaría beber el muy argentino vaso de cianuro para que él descubriera, sobre mi sepulcro, al lírico que hoy apenas imagina.

La visita a mi hermano me proporcionó, como siempre, oportunidad de verme tal cual soy por contragolpe, y salir de allí dispuesto a iniciar un buen examen de conciencia. Anduve por el centro, errático, me bebí un balón de sidra en La Victoria y tomé café en el Boston. Ambos lugares, sobre todo el Boston, aumentan notablemente mi poder introspectivo, porque en ellos viví muchas horas de buena y mala vida, y me basta tocas sus sillas u oler sus aserrines para sentirme menos bueno, menos feliz y menos estúpido.

Fue en el Boston, para no dar más que un ejemplo, que escribí en 1942 este poema significativo:

 

T.S.F.

 

El silencio contiene

jaula el pájaro noche

 

Oigo su pico helado

golpeando entre mis dientes

y la música cesa

y un locutor diserta

ah cuántas cuántas drogas

cuántas cafiaspirinas

y los sastres horribles

y Brahms y Boca Juniors

 

hasta la medianoche

hasta que viene el sueño

tal vez hasta que un paso

suba desde la calle

y yo piense que acaso

se detendrá en mi puerta

jaula pájaro noche

vístase en Costa Grande

 

Yo adelantaba, en ese café ya medio desierto antes de cerrar, el vacío de mi casa sola en pleno centro, el manotazo de ahogado a la radio innoble y mecanizada. Ese paso que tal vez “suba desde la calle” era ya entonces la esperanza del paso de Susana. Ahora, a pesar de la visita al estudio de mi hermano, no podía impedir que Susana me bloqueara el camino de mi examen de conciencia. Aunque esta vez (por primera vez), pensaba en Susana para ponerla como una barricada entre Renato y yo. No quería pensar en Renato, todo lo del Vive como Puedas estaba poniéndose viscoso y movedizo como los osos blandos de Jorge, como las tijeras que tanto habían dado que hacer a Laura Dinar.

¿Y Narciso? Era imposible hablar a Marta de Narciso; me miraba con repentina cólera, y si yo osaba indagar sobre el origen de esa amistad incomprensible, los Vigil se aliaban en una fría hostilidad despectiva que me cortaba el aliento. Imagen de Narciso: gordo, fofo, morocho, fatuo, tal vez temible. Con ondulantes movimientos de foca de lujo, pero nada blando por dentro, revólver de goma de pesadillas que de pronto deja salir una entera carga de balas.

Ya con esto tuve que dejar de pensar en mí, lo que es siempre un alivio para un argentino medio, y me puse a imaginar una entrevista personal con Narciso. ¿Por qué no ganarme la noche yendo a verlo? Tal vez no tuviera inconveniente en aclararme la situación (si había algo que aclarar) desde su lado. Pensé en presentarme como atraído por la ciencias ocultas, hice un rápido recuento mental de Charles Richet y el resto. Lo malo era que no tenía la dirección ni el teléfono de Narciso.

Fui al bar y llamé a Susana. Me atendió Renato, la voz soñolienta y malhumorada de Renato.

–¿Qué querés, viejo?

–Hombre, preguntar por vos. Ayer estuve, te habrá dicho.

–Te oí cuando salías –dijo Renato sin molestarse en aclarar por qué no me había detenido–. ¿Vas a volver pronto?

–Una de estas noches –dije, y colgué. Honestamente no podía pedirle el teléfono a Renato. Era una sensación, no un reparo racional. Cuando me di cuenta de que nada me hubiera impedido hacerlo, me miré sorprendido en un espejo. Entonces disqué el número de los Vigil.

–Hola, elefante –dijo Jorge después que una sirvienta fue a buscarlo y me tuvo dos minutos en el teléfono, con particular fastidio del cajero del Boston–. Si querés hablar con la enana, está durmiendo.

Dejala en paz. Sólo necesito el teléfono de Narciso.

Jorge guardó silencio.

–Necesito el teléfono de Narciso –repetí.

–¿Para qué lo...? Oíme, está bien, no quise decir eso. Esperáte que le voy a preguntar a la bella durmiente; creo que ella lo tiene.

Sonaba tan absurdo que ni siquiera contesté. Jorge se había ido del teléfono y dos señoras se movían en semicírculo a mi espalda, para hacerse ver. Colgué, y pedí una copa en el bar mientras hablaban. Ocho minutos después di otra vez con Jorge.

–¿Vos cortaste, no? Mirá, Marta me lo acaba de pasar. Defensa cuatro nueve cinco ocho. ¿Precisás algo más?

–No, gracias. ¿Cómo andan ustedes?

–Muy bien. Decime, ¿vos no creés que Julien Benda es un estúpido?

–Te estoy hablando desde un café, Jorge.

–Bueno, pero decime ¿es o no es?

–Sí, es –admití.

Como no había otros postulantes, disqué inmediatamente el número de Narciso. Tardaron en contestar, mientras yo me arrepentía por instantes.

–¡Hola!

–Hola. ¿Está el señor Narciso, por favor?

–Aquí –dijo una voz informativa– no hay ningún señor Narciso.

–Perdóneme. ¿No es Defensa 4958?

–Sí. Casa Juan Perrucci. –Y agregó con buena voluntad:

–Importador de máquinas de escribir, sumar y calcular.

–Perdóneme otra vez y gracias.

Me fui puteando como un negro a mi mesa. Marta me había jugado una sucia broma; mientras la maldecía minuciosamente, recordé que el nombre “Juan Perrucci” me era familiar. Luego caí en la cuenta; Marta había sacado el teléfono de la primera página de la Guía Peuser con la que andábamos para buscar la casa.

 

Debió prever que estaba dispuesto a romper el pacto, porque se vino a las nueve a casa y me encontró indefenso delante del café con leche.

–Ya sé que estás rabioso como una hormiga. Estaba medio dormida cuando Jorge fue a pedirme el número, y no se me ocurrió otra cosa en el momento. Te juro que después lo lamenté, Insecto.

–Tu hermano y vos se pueden ir a la mierda. Me da asco el solo verte.

–¿Por qué sos así? Mirá, lo hice por tu bien. ¿Para qué querías el teléfono?

–Porque ya me cansa este asunto del diablo –dije, errándole la manteca a una tostada y haciendo una porquería en el mantel–. No te creas que tengo alma de detective, y menos todavía de filántropo. Cada uno se las arregla como puede. Lo que creo es que aquí no hay nada entre dos platos, pero que vos, Renato y Jorge van a terminar locos como gallinas. Y como después de todo son mis amigos, quisiera poner un poco de orden en el Vive como Puedas.

–Ya sé que sos muy bueno –dijo Marta–. ¿Puedo comer esa galleta de malta? Sí, echame un poco de café. Mirá, Insecto, vos sabés de sobra que esto no se arregla yendo a ver a la gante y preguntándole cosas. ¿Vos creías de veras que Narciso te diría algo?

–¿Y por qué no?

–Por una razón bastante valiosa –murmuró Marta con la boca llena–. Porque no sabe nada.

La miré perplejo.

–Naturalmente, eso es invento tuyo. Narciso significa Eufemia, y eso trae lo otro. Tengo serias dudas sobre la autonomía de Eufemia, sea lo que sea.

Marta guardó silencio, como si sometiera el asunto a examen.

–Eufemia es Eufemia –dijo luego, con una gravedad repentina–. Metete eso en la cabeza. No te vayas a creer que si Narciso la hace salir, eso influye de alguna manera.

–¿Pero por qué hablás con esa seguridad doctoral? –le grité–. ¡Eufemia es Eufemia, cinco más cinco son diez! Con la misma gravedad yo te puedo decir que esa silla es Franz Schubert. ¿O tengo que creerte nada más que porque sos Marta Nuri?

–No estás obligado a creerme, Insecto. Yo tampoco sé por qué estoy tan segura.

–Lo que estás haciendo es cubrir a Narciso –le dije duramente.

Tragó sin masticar lo que tenía en la boca, y me miró como si fuera a replicar. Y alcé la mano.

Esperá, dejame terminar. Todavía no sé quién es Narciso, ni tengo medios para llegar hasta él. Pero aquí va una pequeña teoría sobre lo que está ocurriendo con Renato. La explicación de Eufemia es falsa. Lo digo contra las evidencias, y sin tener pruebas, de manera que podés reprocharme todo lo que quieras. Pero yo he tomado partido en esto, aún sin entender nada. Ni siquiera soy yo quien toma partido, es una parte ingobernable que anda por aquí adentro. Y no me mires con esa cara de boba.

Marta me sonrió, repentinamente calma, y vino a sentarse a mi lado con su aire especial para los mimos.

–¿No ves que en el fondo estamos de acuerdo, Insecto? Lo que hace falta es encontrar la casa. Hasta ahora lo que está en pie es la explicación de Eufemia...

–Que es el portavoz de Narciso.

–... Como quieras. Pero esa explicación me pone a mí la espada en la mano. Y vos te podés imaginar, Insecto –me miraba con sus grandes ojos grises–, vos te podés imaginar que yo no quiero esa espada.

Contuve la última rebeldía, una necesidad polémica que no nos iba a llevar a ninguna parte.

–Ahí tenés Formes et Couleurs –dije–. Me pego una ducha y en seguida estoy con vos. Juan Perrucci, ¿eh?

Nos reímos como locos.

 

Y después encontramos la casa, fue bastante más fácil de lo que parecía si se mira el plano. Como es notorio, Villa Devoto se abre de una manera algo indefinida hacia el norte, sud y este; pero su límite oeste está perfectamente delimitado por la avenida General Paz. El factor “terraplén” nos llevó a pasar por alto la plaza –sobre cuyos árboles me dio Marta una hermosa y viva lección de botánica– y las manzanas que inmediatamente la rodean. Empezamos costeando las vías del Pacífico, en un a zona llena de caminitos y banquinas, casas con raras incrustaciones de mayólicas, hasta salir al límite de la capital. Nada había allí que nos recordara ni de lejos el paisaje del cuadro, salvo tal vez la penetrante soledad que tienen siempre las calles paralelar al ferrocarril.

Almorzamos en un almacén donde se compadecieron de nuestro visible apetito y nos cortaron un magnífico salame y bastante queso. A Marta le daba entonces por los vinos ásperos, y el que nos sirvieron le dejó la lengua cocida y una manifiesta satisfacción. A las dos y media resolvimos iniciar la exploración de las vías del Central Buenos Aires. Cotorras sucias, los Lacroze corrían sobre perceptibles terraplenes cuando un taxi nos dejó en Nazca y Gutenberg. Anduvimos animosos hasta la parada de Avenida San Martín, donde hicimos un nuevo alto; más de una vez, cediendo a solicitaciones que ella misma no alcanzaba a explicarme (a pesar de su visible deseo de ser franca después del diálogo matinal), corría Marta por los accesos laterales, se perdía por Campana, Concordia, Llavallos, obligándome a cruzar las vías y mirar del otro lado, estudiar los niveles, investigar casa cuyo lejano techo nos oprimía súbitamente con la esperanza del descubrimiento.

Y después encontramos la casa, más allá de donde el nivel del Lacroze sube como buscando despegarse de una zona poco feliz y erizada de exiguas construcciones. Bajábamos por Tequendama hacia Gutenberg, regresando derrotados de una de las maniobras de Marta, cuando la vimos, oponiéndose exactamente al terraplén hasta con un cielo espeso en el fondo que no por casual dejó de sumarse a nuestro maravillado estupor. Por más que me tratara de imbécil, no pude reponerme hasta un rato después de esta sorpresa que una semana de búsqueda no había podido anular. Y Marta, a mi lado, con las manos juntas como orando, era la imagen misma de la maravilla.

–De modo que la previó –dije.

–De modo que se alquila –dijo Marta, mostrándome el cartel.

 

 

 

III-II ---- III-IV ---- Contenidos